Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón. Por tanto, si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno. Y si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno. [Palabra del Jesús en el sermón del monte–Evangelio según san Mateo capítulo 5 versos 27 al 30]
Quisiera reflexionar sobre un tema que nadie o casi nadie considera; quizás es demasiado desagradable o chocante a nuestros oídos, pero es importante. Jesús nos informa acerca de: fuego, azufre, tinieblas y muerte después de la muerte. Porque la muerte no significa desaparecer, si así fuera sería menos terrible.
Podemos pensar y obrar como nos plazca, nadie nos lo impediría, porque Dios respeta la voluntad de cada uno de nosotros, pero ¡ay! si que nos puede salir caro.
Para ti y para mí es bien conocido un horno, al cual se llevan los metales para ser fundidos. Ahora bien, imaginémonos como sería entrar en él aunque fuera por un segundo. ¿Qué quedaría de nosotros? En ese instante los sufrimientos sólo durarían una escasa fracción de segundo, y luego nada sentiríamos. Esto no tiene comparación con las penas del infierno, en intensidad nadie lo sabe, pero si en cuanto a su duración, porque aquí moriríamos, pero allá no. Esto es terrible.
Imaginémonos nuevamente este horno y que entraríamos a él con la condición de tener que soportarlo indefinidamente, a causa de no poder morir. Aterrador!
Señor Jesús, con la humildad y el amor que tú nos regalas, nos encomendamos a ti, mi Señor amado, y te reconocemos como el único Señor de nuestras vidas, como la luz que nos alumbra y el camino que nos guía. Gracias Señor queridísimo. Necesitamos ver tu rostro. Tenemos sed de ti. Padre, por el Señor, te alabamos; por el Señor, te glorificamos, y bendecimos tu santo nombre. Qué compañía más dulce y qué luz más radiante y bella es contemplarte a ti, ¡oh Dios! de mi vida! Aleluya!
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